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La Casa Tugendhat:
El canon de lo moderno
María Teresa Muñoz




En la casa Tugendhat, que Mies Van der Rohe construye en la ciudad Checoslovaca de Brno en 1930, cada uno de los elementos y subsistemas que integran la construcción – la malla regular de soportes metálicos, la losa cubierta, los huecos – ocupa un lugar propio y distinto, una posición independiente con respecto al edificio entero, pero en todo momento se tiene conciencia de dónde y cómo se encuentra cada uno de ellos. Esto, que a primera vista puede parecer algo muy simple y común, es una de las marcas distintivas de la arquitectura moderna y sólo ha sido alcanzado plenamente por los poquísimos arquitectos que, como es el caso de Mies, han logrado un dominio absoluto del espacio arquitectónico.

La naturaleza sintética de la Casa Tugendhat tiene su origen en un impulso interno que, sin necesidad de entrar en relación con nada externo dado o determinado de antemano, hace vibrar unos materiales desperdigados y fragmentarios que forman parte del propio, edificio y son los máximos responsables de su configuración. Esta auto-referencia o auto-reflexión, esta eliminación o subordinación de todo lo exterior a los materiales y leyes propios de la obra, es igualmente una cualidad diferencial de lo moderno que la arquitectura de Mies consigue formular con la máxima precisión.

La potente unidad de la Casa Tugendhat – capaz por sí misma de neutralizar sus condicionantes anti-canónicos (su condición de arquitectura derivada y su singular emplazamiento en un terreno en pendiente) – y su apelación a lo absoluto – anulando la importancia de las relaciones de cualquier tipo – son las bases sobre las que se afirma esta obra como canon indiscutible de la arquitectura moderna. (Entre un fantasma – el Pabellón de Barcelona de 1929 -, un modelo – la casa para la Exposición de Berlín de 1931 – Y una realidad – la Casa Tugendhat de 1930 – se dibuja, efectivamente, el canon de la arquitectura moderna que Mies van der Rohe comparte con Le Corbusier, éste encarnándolo en una única obra aclamada sin discusión como edificio canónico de la modernidad: la Villa Savoye de 1930. La Casa Tugendhat aparece así, dentro de la obra de su autor e incluso del conjunto de la arquitectura moderna, como el contrapunto de realidad a las otras dos obras contemporáneas de Mies, el Pabellón de Barcelona y la casa de Berlín, entre las que existe una evidente continuidad, y, al mismo tiempo, como el punto más seguro donde situar su inequívoca modernidad. Sin embargo, la Casa Tugendhat se destaca como obra canónica de la modernidad a partir de una condición propia no modélica, que es precisamente lo que la diferencia del Pabellón de Barcelona y de la casa de Berlín. En primer lugar, se trata de un edificio siempre reconocido como derivado, continuador de una experimentación anterior y que se extenderá más allá de su propia construcción. En segundo lugar, las condiciones concretas de su emplazamiento, una  ladera de fuerte pendiente, no resultan en ningún caso favorables para la existencia de un edificio puro, para la construcción de un canon. Todos los comentarios sobre la obra aluden a estos dos aspectos a priorianti-canónicos e independientes entre sí: la transformación del sistema espacial del pabellón de Barcelona adaptándolo a un programa doméstico y el perfecto ajuste del edificio con el terreno en que se instala. Los escritos ya clásicos de Sigfried Giedion o de Walter Curt Behrendt sobre la arquitectura moderna o las historias más recientes de Mafredo Tafuri-Francesco Dal Co o de Kenneth Frampton son prueba de ello.)

En la casa Tugendhat, la unidad se identifica con una cualidad muy propia de la arquitectura de Mies van der Rohe: la fluidez espacial. La fluidez no es aquí un concepto interactivo, que implique interpenetración del espacio o relaciones de oposición entre los diversos sistemas, sino el medio a través del cual Mies nos hace captar en esta casa la condición de lo disperso, manteniendo los distintos sistemas abiertos y suspendiéndolos en un tenso equilibrio. Por otra parte, la pura dimensión, oponiéndose a la primacía de las proporciones o las relaciones entre las partes como fundamento de la unidad, es el camino a través del cual se produce la apelación de la obra a lo absoluto. Ambas cosas – la fluidez espacial y la dimensión absoluta – son, al tiempo que rasgos peculiares de la arquitectura de Mies con una fuerte presencia en la Casa Tugendhat, la evidencia de esa liberación del clasicismo, del concepto mismo de unidad clásica, que toda la arquitectura moderna significa. Resulta difícil discutir a Mies su primacía en la creación de un emocionante equilibrio en la arquitectura; pero la autenticidad de ese equilibrio procede de que cada uno de los motivos, cada uno de los subsistemas que integran el edificio, aun cuando muestren contrastes y diferencias precisas entre sí – recordemos el comentario de Tafuri sobre esta obra de Mies como pura dialéctica o juego de oposiciones - , tienden a separarse unos de otros, incluso en aquellos casos en que aparecen aparentemente ligados y referidos al mismo momento o lugar de la obra. La unidad y equilibrio de la casa, lo que podría llamarse su clasicidad, se liberan por tanto del clasicismo al hallarse situados en los límites de la desintegración. La tendencia de los elementos a mantenerse separados aun cuando se produzcan simultáneamente, en una especie de acorde espacial, es seguramente el punto clave para detectar la diferencia con el clasicismo de la arquitectura de Mies y también de los cánones modernos con el canon clásico.  

La Casa Tugendhat se nos presenta como un instante, múltiple y casi accidental por lo concreto de sus condicionantes, en el que todos sus componentes, si bien diferentes y dispersos, parecen apuntar al mismo tiempo hacia un mismo objetivo. Mies van der Rohe juega en esta casa con al menos seis argumentos constructivos como si fueran uno solo, y ésta es una de las pruebas de su genio. La existencia de una multiplicidad de sistemas en el interior de una única concepción del espacio es propia de toda obra moderna, pero exige una especial pericia por parte del arquitecto si no quiere enturbiar la definición de tal espacio. Llevar adelante una sola idea espacial y mantenerla nítidamente cuando se arranca de varios orígenes de la misma que se interfieren y que son la base misma del edificio exige un pulso sólo alcanzable por un gran maestro. Mies van der Rohe, conservando la limpieza y la absoluta unidad espacial en la Casa Tugendhat, cuando hace entrar en juego a numerosos sistemas espaciales simultáneos, no hace sino explotar al máximo los recursos propios de la modernidad y lograr de este modo una autentica obra canónica. (El concepto de canon que irradia la Casa Tugendhat, una obra dramáticamente concreta, nada tiene que ver, sin embargo, con ese supuesto platonismo de la obra de Mies que, como dice Marston Fitch, << es una utopía que sólo se realiza suprimiendo resueltamente los detalles mundanos de la realidad cotidiana >>. Nada más contrario a esa prioridad platónica de todo lo que existe primero sobre lo que viene después, nada más contrario a la idea misma de perfección absoluta y universal, todavía presente de algún modo en Le Corbusier, que esta casa realizada al margen – e incluso previamente al modelo de arquitectura doméstica presentado en Berlín- y que se afirma como canónica precisamente frente a su precedente formal y a su propio modelo. El concepto de canon que irradia la Casa Tugendhat tampoco es el de un canon entendido como ejemplar único y universalmente válido, sino, como también pone de manifiesto el hecho de compartir tal categoría con la Villa Savoye, el de un canon que se hace presente en una pluralidad de obras individuales que pueden considerarse perfectas.

La Casa Tugendhat, se dice en el libro de Hitchcock y Johnson The International Style, es un antepecho en voladizo de algo más de treinta metros de longitud que descansa sobre una pared de cristal…, la casa se enlaza con el terreno por medio de un monumental tramo de escaleras. Es decir, la Casa Tugendhat es un edificio fundamentalmente simple y unitario colocado sobre un terreno que, por tratarse de una ladera de fuerte pendiente, supone una gran presión sobre su propia forma. El que podamos percibir la amplitud de su libertad espacial, incluso por encima del sentimiento de impedimento y contención formal que también ella transmite a causa sobre todo de su inmersión en la solidez del terreno, es seguramente uno de los mayores atractivos y también misterios de esta singular obra. El despliegue sin trabas del espacio miesiano de esta singular obra. El despliegue sin trabas del espacio miesiano se produce, efectivamente, sobre un conjunto numeroso de criterios, más negativos que positivos, que podemos concretar en los siguientes: negación de la influencia de la forma del terreno sobre la forma del edificio; ausencia total de verticalidad y en consecuencia de respuesta de la arquitectura a la caída de la ladera; negación de cualquier retórica relacionada con la entrada al edificio; anulación de la fuerza direccional de los sistemas de comunicación vertical y también de su continuidad; desaparición de la idea misma de fachada tanto como de la envoltura homogénea de un volumen unitario; eliminación de la cubierta en su sentido más amplio de remate o coronación, y, por último, destrucción de cualquier noción de escala.

Comentemos, en primer lugar, la negación de la influencia de la forma del terreno sobre la forma del edificio. Ciertamente, las dificultades de conjugar y hacer coexistir físicamente lo natural de un terreno con lo artificial de la arquitectura son máximas en un terreno en ladera, donde la línea inclinada de la pendiente, tan ajena a cualquier geometría arquitectónica y sobre todo tan indeliberada y al mismo tiempo tan fija, parece exigir o bien un total despegue de ella – mediante zócalos o pilotes, por ejemplo – o bien una descomposición de la propia arquitectura con objeto, en el primer caso, de contraponerse nítidamente a la naturaleza y, en el segundo, de disolverse o desaparecer en la lógica más potente de lo natural. Lo primero que sorprende, por tanto, en la Casa Tugendhat, y más aún si  se tiene en cuenta que los edificios de Mies tienden a presentarse siempre posados sin violencia sobre un tapiz geométrico en el suelo, es el hecho de encontrarnos con un edificio literalmente embutido en el terreno. Y sorprende precisamente porque en la Casa Tugendhat se mantiene esa concepción del edificio suspendido sin violencia pero, y esto es importante, dentro de un sólido y no de un vacío. Mies van der Rohe anula en esta casa por completo el poder constructivo del terreno natural y lo hace incluso utilizando el procedimiento habitual de levantar una terraza plana delante del edificio aprovechando las tierras de la excavación posterior, pero del mismo modo que se levanta una plataforma en el aire. El triple escalonado del muro que limita la terraza muestra esta neutralización de la fuerza de la pendiente, que queda reducida a las estrechísimas líneas de mampostería que configuran los muros de contención.

Esta rotura en tres escalones del muro de contención exterior de la casa tiene que ver también con el segundo de los criterios de que se sirve Mies para la configuración del edificio: la ausencia total de verticalidad. Desde este punto de vista, la Casa Tugendhat es un edificio radical hasta el extremo, ya que no permite ni un vestigio de verticalidad en su forma tal como se hace presente desde el jardín delantero (el pequeño volumen vertical de la chimenea se retrasa hasta la fachada de la calle donde la pendiente es ignorada). Los tres estratos horizontales, en que el vidrio alterna con el macizo, del cuerpo de la casa se apilan sobre los también tres escalones de la terraza impidiendo el desarrollo vertical de la fachada necesariamente elevada del jardín. Aquí se puede sentir ya la forma de la casa vibrar más allá de sus propios límites, y vislumbrarse su condición canónica, al presagiar la solución por excelencia de la modernidad a la construcción en pendiente: el edificio escalonado. El escalonado, presente en la Casa Tugendhat únicamente en el tratamiento del exterior y de manera muy sutil en el retranqueo del volumen de los dormitorios, será el modo más efectivo de hacer desaparecer el dominio de la dimensión vertical en un edificio en ladera, y no buscando una mayor adaptación a ella, sino por el contrario renunciando desde la profunda artificialidad de lo moderno a cualquier mimetismo con la vegetación y a acentuar, por contraste, la presión de lo natural  en la definición formal de la arquitectura. Incidentalmente, vale la pena hacer  notar también la irrelevancia de la sección en la Casa Tugendhat, un edificio en pendiente y potencialmente una construcción escalonada, más allá del dominio de su periferia. Porque es en la periferia, una periferia dotada de espesor, donde se originan las fuerza conformadoras del espacio interno y también donde la violenta rotura del vidrio destruye la continuidad vertical del cerramiento.

La eliminación de cualquier retórica relacionada con la entrada al edificio puede verse, dentro de este conjunto de criterios, como uno de los de más amplio alcance para la arquitectura moderna en general. Baste recordar la posición de la entrada en dos obras cruciales de Le Corbusier: escondida en el cuerpo bajo y retranqueado en la Villa Savoye o anulada por duplicación en la Villa Stein. Mies van der Rohe, en la Casa Tugendhat, no se limita a situar la entrada en la parte alta y menos importante como tantas veces se ha señalado, sino que actúa sobre ella constriñéndola hasta anular completamente cualquier despliegue retórico de la misma. En primer lugar, el plano de la entrada carece de referencia a fachada alguna, manteniéndose en su tamaño estricto. En segundo lugar, este plano se dispone perpendicularmente y oculto desde la calle. Y, en tercer lugar, Mies presiona fuertemente la entrada con los dos volúmenes que la enmarca y que, de este modo, reclaman para sí el protagonismo del que se ha despojado a la entrada misma. Esta indicación de la presencia del punto sensible de la entrada por medio de la incursión volumétrica de otras partes del edificio, generalmente correspondiendo a zonas de servicio, es su espacio normal de desarrollo tendrá una importancia decisiva para toda la arquitectura doméstica moderna, como lo demuestran algunos de los proyectos más conocidos de Adolf Loos, y también uno de sus flancos más débiles a juzgar por las tendencias observadas en este terreno en la arquitectura más reciente.

La contención de la entrada, manteniéndola dentro de su ámbito estricto, va a tener su continuación en una contención análoga de la fuerza direccional del sistema de circulación vertical de la casa. Mies, al disponer en la Casa Tugendhat como único núcleo de comunicación vertical una escalera entre muros, no deja ni el menor resquicio para la intercomunicación espacial entre las dos plantas del edificio. Pero además, la escalera interior se cierra sobre si misma e incluso se aísla del espacio de la sala de estar mediante una puerta, deshaciéndose o mejor desvaneciéndose en el mismo umbral de esta puerta su supuesta fuerza direccionalizada. El paralelismo del tramo de escalera exterior con el más bajo de la escalera interior acentúa, todavía más, no sólo la falta de continuidad evidente entre una y otra escalera, sino la contención de ambos sistemas de movimiento y la anulación de sus efectos en el espacio que los separa – la sala de estar - , un dominio espacial puro y sin interferencias con el exterior.

Del mismo modo que es sobre el potente condicionante de la ladera donde se hace notar con más fuerza la indiferencia de la arquitectura moderna ante las presiones de lo natural, es también en un edificio construido como volumen prismático puro donde más se pone de manifiesto su resistencia a ser definida por planos independientes de fachada o por una envoltura continua y homogénea. El nítido volumen de la Casa Tugendhat rechaza la idea misma de fachada con la apertura de sus esquinas y la asimetría que exhibe en la cara del jardín así como con la descomposición volumétrica de su cara a la calle. Pero también, con la interrupción de la gran cristalera antes de recorrerlo completamente, rechaza la idea de envoltura homogénea. Ello supone, por parte de Mies, utilizar para la definición del edificio total un mecanismo análogo al empleado en la definición del espacio interno, es decir, el aislamiento y suspensión de la influencia de los sistemas parciales – en este caso vanos y macizos, en el espacio estructura y cerramientos – allí donde comienza la influencia o el dominio de otro, pero sin que tal límite deba materializarse. De este modo, Mies logra construir, tanto en el espacio interno como en la forma externa del edificio, un conjunto de ámbitos perfectamente definidos y controlados desde el interior, que corresponden a cada uno de estos sistemas parciales. Tales ámbitos – representados aquí en su forma más ejemplar por los tres planos de la gran cristalera como en el interior por el semicilindro ligeramente estirado que configura el comedor – resultan ser abiertos, lo que se opone a la idea de envolvente cerrada y continua, y fuertemente estructurados desde su interior, lo que supone negar igualmente la idea de fachada como plano independiente de cerramiento.

La imposibilidad de que un único rasgo o sistema se apropie, ni siquiera momentáneamente, de la forma entera del edificio se pone de manifiesto igualmente en la eliminación, en la Casa Tugendhat, de la línea de coronación como perfil unitario. La aparición de los dos volúmenes – el lleno y el vacío – retrasados sobre la continuidad del antepecho de la terraza muestra, una vez más, la voluntad del arquitecto de eliminar toda jerarquía o preponderancia de unos sistemas sobre otros, disputando con elementos poco importantes su dominio incluso al edificio entero, que pudiera ser identificado con el perfil de la cubierta.

Queda, por último, referirse a la destrucción de cualquier noción de escala, ya intuida por muchos autores al destacar las dimensiones monumentales de la escalera exterior de la casa, así como la ausencia de huecos individualizados o convencionales en la misma. Si, ciertamente, puede considerarse como uno de los distintivos de la arquitectura moderna su tendencia a eliminar toda referencia a las medidas de la arquitectura tradicional, y al hombre como inspirador de ésta, es importante señalar que lo que hace Mies van der Rohe en la Casa Tugendhat  es combatir activamente la misma idea de escala como relación dimensional del tipo que sea, utilizando para ello como arma la dimensión absoluta, el tamaño real del edificio o de cualquiera de sus componentes. La dimensión es el absoluto de la arquitectura de Mies; los 30 metros de longitud total de la casa o los 17 x 25 metros de su sala de estar son algo más que puros datos cuantitativos, son una cualidad absoluta introducida en la forma del edificio que modifica radicalmente cualquier posible modelo anterior. Toda la eficacia de la creación arquitectónica de Mies descansa sobre la fijación de las dimensiones de cada uno de los objetos y de cada uno de los sistemas aisladamente, mucho más que sobre el establecimiento de sus relaciones mutuas. Y es esta suplantación del papel que antes desempeñaban las proporciones, las relaciones dimensionales, por parte de la dimensión absoluta lo que puede ser considerado como canónico de la modernidad y encarnado en esta singular obra de Mies.

No entraremos a examinar aquí con mayor detalle la constitución propia del espacio miesiano en la Casa Tugendhat, ni tampoco las consecuencias que de él se han derivado. Únicamente señalaremos, del mismo modo que en el espacio de Mies desaparece no sólo la habitación como cédula elemental, sino también la relación entre cualquier espacio parcial y el espacio entero del edificio, igualmente en la Casa Tugendhat se hace desaparecer la relación entre el hueco de ventana y el paño de fachada en que se inserta, base fundamental para la idea misma de composición de un edificio. La primacía de la dimensión absoluta en Mies van der Rohe supondrá para su arquitectura, y por extensión para toda la arquitectura moderna, la eliminación de un concepto relacional, como es el concepto de composición, en favor de uno nuevo: el concepto de construcción.

Resulta evidente, después de todo lo dicho hasta ahora, que la Casa Tugendhat, elevándose por encima de su propia singularidad, contribuye decisivamente a definir el campo propio de la arquitectura moderna, y lo hace sobre todo marcando sus diferencias con respecto a unos modelos que habían perdido su vigencia. Ello supone, al tiempo que desembocar en la fijación de ciertos invariantes formales que son y seguirán siendo la carga más pesada de la modernidad, establecer un conjunto de criterios negativos, como los que hemos venido examinando, sobre los que dibujar estas diferencias, un conjunto de prohibiciones que difícilmente podríamos considerar hoy superadas.

Desde su condición canónica, la Casa Tugendhat consagra una arquitectura configurada desde la atomización y el aislamiento de los sistemas parciales que definen el espacio, conteniéndolos fuertemente dentro de su ámbito propio, al tiempo que la forma entera del edificio es controlada también desde el interior. Además, y esto es quizá aún más personal en Mies, la Casa Tugendhat significa la sustitución de las proporciones como fundamento de la composición de la forma por la primacía de la dimensión absoluta, del tamaño, tanto de las partes como del edificio entero. El control interno del espacio, manteniendo a través de la fluidez la condición de lo disperso, y la supremacía de la dimensión absoluta en la arquitectura son, sin duda, los máximos responsables de la potencia con que los edificios de Mies van der Rohe, y en particular la Casa Tugendhat, establecen ese conjunto de criterios negativos capaces de marcar por si mismos los umbrales de la modernidad.

Quedaría, finalmente, una cita obligada al filósofo Theodor W. Adorno, que resume, seguramente mejor que todo lo dicho, el espíritu de esta clase. En una anotación a su Teoría estética, Adorno escribe: El arte no tiene leyes universales, pero en cada una de sus etapas obtienen validez ciertas prohibiciones objetivamente obligatorias; son las que irradian las obras canónicas. Su existencia (de las obras canónicas) es la que delimita lo que a partir de entonces ha dejado de ser posible. Y muchas cosas dejaron de ser posibles cuando Mies, en 1930, construye en Brno la Casa Tugendhat.







Este articulo fue publicado originalmente en el libro de la misma autora, Cerrar el círculo y otros escritos, Madrid 1989.

María Teresa Muñoz (1948) Titulada en 1972, continuó su educación en Canadá, en la Universidad de Toronto, de la mano de Peter Prangnell y Douglas Engel. Posteriormente bajo la tutela de Rafael Moneo, Muñoz se doctoró en 1982 en la Escuela Técnica Superior de Madrid - ETSAM. Ha sido docente de esta misma institución desde comienzos de los años setenta. Ha dirigido la revista de Arquitectura del Colegio de Arquitectos de Madrid y además fue la primera mujer en dirigir el departamento de proyectos arquitectónicos de la ETSAM. Tras una trayectoria con más de una decena de libros y artículos científicos, en el 2008 fue galardonada con el premio FAD de Pensamiento y Crítica por el libro Juan Daniel Fullaondo. Escritos críticos (2007)